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M O Q A W A M A

¿REIVINDICACION O SUPERACION DEL RACISMO?

¿REIVINDICACION O SUPERACION DEL RACISMO?

EL DEBATE DEL RACISMO.
Marcos Ghio (en la primera parte de su conferencia dictada el 21-10-05 en Buenos Aires en ocasión de presentarse la segunda edición al castellano de La Raza del Espíritu de Julius Evola) pone el dedo en la llaga al plantear el tema de las razas y el racismo en el contexto de los planteamientos de Alfred Rosenberg, de Hans Gunther y de Julius Evola.

La llaga en donde Ghio pone el dedo es profunda y tiene varias capas pues despues de 1945 se convirtió en un tema tabú gracias a la más grande y sistemática inquisición aparecida en la historia: una censura a todo lo que huela a algún factor racial y nacional, ya no se puede hablar de razas y (casi) a naciones.

Pero Ghio no solo se topa con esa llaga, sino que trae a colación una polémica, a veces sorda y a veces estentórea, dentro del campo "del Eje", o sea antes de 1945, entre un monismo racista materialista colectivista democratizante reducido a lo mero biológico-genético (Rosenberg y Gunther) y un dualismo imperial metafísico heroico aristocratizante que armoniza lo material y lo espiritual (Evola).
Esta es la síntesis que hace Ghio de este debate, que debemos entender en un cuadro de esfuerzos por liberarnos de los debates que impone la desinformación asociada a la global-invasión.

LA SUPERACIÓN DEL RACISMO: EVOLA Y GÜNTHER
por Marcos Ghio
Es dable recordar que, en relación al nazismo, la postura de Evola fue sumamente crítica en sus comienzos, en especial respecto de la figura de su líder, A. Hitler, a quien acusaba, en razón de su demagogia populista, de ser, más que una alternativa a la decadencia del Occidente, una de las partes de su proceso moderno y disolutivo. Sin embargo su actitud respecto del mismo tendrá una significativa modificación en el momento en el cual, tras el acontecimiento conocido como el de La noche de los cuchillos largos, el sector nacional comunista capitaneado por Röhm, jefe de las SA, es sacado abruptamente de la escena y el nazismo comienza así un movimiento de depuración hacia la derecha, comprendida en el sentido estricto del término, el que obviamente no tiene nada que ver con el liberalismo, sino como un proceso de restauración de principios jerárquicos y tradicionales, tal como se trasuntaría específicamente en la orientación asumida por las SS en el contexto de su principal consigna de sustituir el partido político por una Orden iniciática. Sin embargo Evola insiste en sostener que tal proceso habría resultado incompleto (y de hecho lo fue), si solamente se hubiese reducido, tal como hasta ese momento sucedía, al terreno propio de la política y de la economía y si no hubiese abarcado además la esfera principal a la que el nazismo siempre había pretendido referirse, la de la concepción del mundo, o Weltanschauung. En efecto, fue el mismo Hitler quien manifestara, y Evola nos lo recuerda en diferentes oportunidades, que aquel que hubiese considerado que el nazismo se reducía tan sólo a un partido político, o a una simple plataforma electoral, estaba profundamente equivocado. Rescataba al respecto el hecho de que en sus objetivos últimos no intentase simplemente remitirse a meros emprendimientos parciales y fragmentarios, sino que intentara en cambio remontarse a algo más elevado y superior, justamente a una concepción del mundo. Ahora bien, ¿en cuáles principios se inspiraba en ese entonces dicha concepción? y ¿quién era el principal mentor doctrinario de la misma? Sin lugar a dudas de que se trataba de Alfred Rosenberg y de su esencial obra, El mito del siglo XX, en la que se reivindicaba el mito del la raza, pero refiriéndose a un racismo que, tal como se ha señalado repetidas veces, era sumamente diferente del sustentado por Julius Evola el cual, como sabemos, era de carácter espiritual y no meramente biológico y materialista como el del aludido autor alemán.
Como agregado a lo que ya nos manifestara el orador que nos precediera, podemos señalar que Evola siempre lo reputó a Rosenberg como a un pensador menor, de segunda categoría, como a un ideólogo que había hecho un ingenioso rejunte de las conclusiones de otros autores en tal obra antes mentada, pero que la misma distaba de ser un texto profundo y fundamental, sino por el contrario representaba una fuente perniciosa de confusiones y de futuros antagonismos. Y en ello se expresaba el tema del equívoco que a su entender había surgido con el racismo como corriente de pensamiento desde antes aun de Rosenberg, ya con Gobineau y con Chamberlain. Al respecto Evola siempre resaltaba en el racismo una característica de ambivalencia. Por un lado encontraba un positivo aporte en el hecho de rechazar el dogma igualitario de la existencia de una humanidad uniforme, sin patria y sin estirpe, que prescindiese de aquellos caracteres esenciales que hacen al hombre concreto e histórico, queriendo sustituirlos por una abstracta utopía racionalista, rescatando en tal actitud asumida un valor antimoderno y tradicional. Pero por el otro, su aspecto negativo estribaba en la medida en que no había actuado en estricta coherencia con los principios de los que se nutría toda auténtica idea de raza, por lo que había terminado por el contrario agregando un nuevo elemento adicional que se sumaba a la subversión moderna, a través de la imposición en dicha esfera de los dos dogmas esenciales que caracterizan a la modernidad: la democracia igualitaria y el materialismo. En primer lugar porque había llevado el principio de la democracia en el seno del último bastión que aun se había salvado de tal invasión omnicomprensiva cual era el de la raza, la que, tal como dijéramos, en sí misma, en tanto se la comprendía como una realidad desigualitaria opuesta a las utopías humanitaristas, entraba en conflicto con la modernidad y era sin más rechazado por ésta, tal como sucede hoy en día en donde hasta se llega al absurdo no sólo de negar las doctrinas racistas, sino incluso la simple evidencia de que existen las razas humanas (1). Y ello ha sido así porque por raza se comprendió siempre a un principio jerárquico, a aquel conjunto de caracteres y costumbres que en el seno de una comunidad fue propio en su más plena pureza de un determinado sector, de una aristocracia que los poseía en manera cabal y arquetípica en razón de su carácter formativo. Nos referimos aquí a cualidades innatas cultivadas a través de generaciones enteras y poseídas por algunos de manera más elevada que en otros, tales como la nobleza, el honor y todas aquellas virtudes que representan los caracteres esenciales que singularizan a una comunidad determinada y que también, de manera derivada y secundaria, se manifiestan en el plano corporal y físico. Las mismas se yerguen para el resto como verdaderos paradigmas imitativos en cuanto a costumbres morales y cualidades intelectuales que suscitan un espontáneo respeto y reconocimiento por parte de los que son inferiores, quienes las reconocen como algo propio, si bien existentes en acto tan sólo en algunos. Tales condiciones de superioridad y prestigio se encontraron siempre en las comunidades humanas sin haber tenido jamás la necesidad de que se las llamara con el nombre de "racismo". Sin embargo, el resaltarlas como cualidades innatas y no adquiridas meramente por la educación, tal como sostienen en cambio las modernas teorías ambientalistas, representa ello un aporte significativo y un cuestionamiento a uno de los pilares de la modernidad para la cual "la educación todo lo puede" y nada resulta hereditario pues todo puede adquirirse y llegar a ser. Sin embargo el racismo de Rosenberg entra en contradicción consigo mismo pues, lejos de aceptar tal dimensión jerárquica, identifica a las mencionadas cualidades propias de una determinada raza, no como formando parte del acervo de una cierta minoría aristocrática, sino como atributos pertenecientes colectivamente a la comunidad. Y si bien podía aceptar que no todos los sectores de una nación los poseyesen por igual, consideraba que ello acontecía en cambio con una parte importante de la misma, principalmente perteneciente a sectores humildes, del "pueblo", no contaminados por la civilización anterior y menos pasibles de influjos por parte de la educación iluminista. En el caso específico del alemán, en la medida en que tal comunidad, de acuerdo a su punto de vista propio, había sido inficionada por agentes extraños, de carácter fundamentalmente judaicos, los que se hallaban presentes principalmente en la ciudades, él encontraba en cambio su carácter autóctono en el campesinado. Por lo cual el igualitarismo que los sectores iluministas y ambientalistas atribuían a la humanidad en su conjunto, Rosenberg lo halla en cambio en el seno de una comunidad determinada, en este caso de la propia, desapareciendo de este modo aquí también todo concepto de jerarquía superior y de aristocracia para referirse a la raza. Para él es pues el pueblo campesino el portador de los valores propios de la raza y no una aristocracia.
Del mismo modo el otro aspecto moderno introducido en el racismo ha sido el materialismo. Sabemos que tal término admite una pluralidad de significados, pero nosotros nos remitimos aquí a aquel por el que se entiende a la realidad en su aspecto unidimensional, referente al plano de la simple inmanencia, así como también de aquello que, por su cercanía e inmediatez, se encuentra al alcance de nuestros sentidos externos, siendo a su vez relativo con el mismo el rechazo hacia cualquier tipo de dualismo, sea el existente entre materia y espíritu en un plano general y cósmico, o entre cuerpo y alma en la esfera estrictamente antropológica, comprendiéndose en cambio tales diferencias como meras partes o funciones de una misma realidad única e inseparable, rechazándose así todo concepto de trascendencia. De esta manera, para tal postura monista, no existe una esfera espiritual con existencia propia, sino que es la misma realidad física la que posee caracteres espirituales como atributos inherentes, los que no pertenecen para nada a otra dimensión, puesto que no existe una realidad metafísica y sagrada superpuesta y diferente, sino que es el mismo hombre un ser de naturaleza divina. Esto es lo que explica cómo tal racismo otorgue una importancia fundamental al plano biológico en tanto que es la esfera física y vital, inmanente, la que sirve de sustrato y explicación de los restantes planos, los que no son sino atributos de la misma. Que por lo tanto todas las acciones pertenecientes al cuidado del propio cuerpo, así como la buena disposición en la elección de parejas para efectuar cruzas adecuadas que mejoren la propia especie o raza, tal como sucede propiamente en el mundo animal, son aquellas a las que se les debe otorgar el mayor cuidado al referirse al tema de la raza.
Es dentro del rechazo hacia la postura dualista que sostiene la existencia de una realidad diferente a la meramente humana, física y biológica, en tanto que nos habla de una dimensión metafísica superior a la de esta mera existencia, como puede entenderse la postura decididamente anti-cristiana de Rosenberg quien al respecto retoma muchas de las críticas que Nietzsche dirigiera hacia el cristianismo, pero por supuesto tomándose aquí lo más polémico del mismo, esto es lo menos importante y aquello de lo cual se podría perfectamente prescindir en tal fundamental autor. El cristianismo representaría aquí, de la misma manera que para Marx, un opio, y en este caso una fuga respecto de la esencial responsabilidad por el cuidado de la propia raza y del propio cuerpo en la medida que ha creado un duplicado inútil y deletéreo de la única realidad verdadera, inmanente, generando así un escapismo que en última instancia beneficia a los enemigos de la propia estirpe, de la misma manera que en el otro autor beneficiaba a la clase burguesa.
Ahora bien, Rosenberg no fue el único pensador nacional socialista encargado de sustentar esa concepción del mundo, lamentablemente nunca superada por el nazismo y por tal razón, de acuerdo a Evola, una de las causas principales de su estrepitoso fracaso. Además de Rosenberg hemos tenido a otro autor respecto del cual Evola no deja de reconocerle una superioridad intelectual, en tanto se trata de una figura académica, autor de una serie de destacables estudios filológicos sobre los griegos, del cual conservamos un interesante trabajo sobre Platón, titulado Platón custodio de la vida, aunque resaltemos enseguida que, en razón de su fijación racista biológica, del mismo se trata únicamente lo relativo a las medidas eugenésicas y de profilaxis racial formuladas en La República, soslayándose en cambio explícitamente lo principal de su doctrina, cual es la dicotomía formulada por tal filósofo entre mundo sensible y mundo de las ideas, es decir, el aspecto "dualista" y "esquizofrénico" rechazable en tal autor y que lo vincula al cristianismo semítico y corruptor combatido con dureza también por el mencionado académico. Es decir notamos ya aquí que, a pesar de los valiosos aportes relatados, tal autor ha asumido la misma postura de Rosenberg, dándole en algunos aspectos, en razón de su superioridad intelectual, una dirección aun más peligrosa y deletérea que es necesario resaltar aquí a fin de combatirla, no sin antes señalar un hecho sumamente significativo. ¡Qué cosa curiosa! Tras el derrumbe del nazismo, mientras que Rosenberg fue ajusticiado en Nüremberg, siendo uno de los doce famosos ahorcados como secuela de tal paródico juicio, Hans Günther, tal el nombre del filólogo aludido, en cambio, a pesar de sostener puntos de vista sumamente similares, luego de un breve período de ostracismo comprensible tras la derrota, fue empleado en universidades norteamericanas como docente e investigador. Así pues, mientras que Rosenberg muriera en 1946, como resultado de la aludida farsa judicial, Günther en cambio morirá anciano y de muerte natural en 1968. Digamos como hecho a su favor que nunca se desdijo de lo que sostuvo en la época del nazismo. Lo cual insistimos no deja de ser también llamativo.
De Günther conocemos además del recién aludido, un par de textos publicados en nuestra lengua, aparte de las criticas que Evola le dirigiera en diferentes artículos, algunos de los cuales hoy aparecen en esta nueva edición de La raza del espíritu.
Y digamos aquí que, con un impulso mayor, en G. se retoma un similar rechazo hacia el cristianismo en tanto comprendido como un movimiento dirigido hacia la desvalorización de la vida, como formando parte de un plan de subversión semítica encaminado a socavar el espíritu ario del Occidente, por haber generado una esquizofrénica escisión de la realidad entre dos mundos antagónicos, entre un mundo ideal y perfecto existente en una dimensión ilusoria, no perceptible por nuestros sentidos externos y al que se le atribuye un sesgo de superioridad y esta realidad "imperfecta" a la que se desvaloriza y menoscaba al ser puesta en relación de inferioridad con tal dimensión ficticia irreal. Por lo tanto tenemos aquí una vez más formulado el rechazo hacia el dualismo y, como secuela de ello, consecuentemente el rechazo hacia el ascetismo, que en Günther llega a límites verdaderamente inverosímiles por su sectarismo y cerrazón. Así pues Evola nos hace notar cómo tal actitud cerrada y agresiva en relación al cristianismo también se extiende hacia otras cosmovisiones "orientales" o que no serían para él lo suficientemente "arias". Resulta al respecto curioso lo que afirma en relación a la figura de Buddha. De acuerdo a tal autor, Buddha era un ario y, como tal, perteneciente a una antigua inmigración indoeuropea, proveniente del norte, (acá por supuesto, en tal materialismo nivelador, por "norte" se refiere meramente a una circunstancia geográfica, principalmente localizada en el mismo país al que pertenece G.), pero lamentablemente el clima cálido lo habría determinado en manera negativa, haciéndole perder sus virtudes heroicas originarias por lo que su racismo degenera en la actitud de un desprecio por el cuerpo y por la actividad, es decir una vez más, por desvalorizar a la "vida" en una postura muy similar a la asumida por el cristianismo semítico y oriental, cosa que en cambio no sucede en los pueblos arios originarios nórdicos que permanecieron en el clima frío y por lo tanto en actividad permanente para alcanzar el calor. Insistamos al respecto que lo nórdico y lo ario no representan para Evola una categoría corporal o climática, sino principalmente una dimensión metafísica simbolizada tan sólo geográficamente.
Es de imaginar cuáles consecuencias pueda sacar Günther una vez que ha negado la existencia de una dimensión trascendente, lo cual le permite llegar todavía más lejos que Rosenberg en su exaltación de un obcecado y fanático racismo biológico. En Pueblo y Raza afirma textualmente: "No debemos tener reparos en expresar el hecho desagradable para muchas personas cultas de nuestros días (seguramente que se refería a Evola), que para el ser humano valen las mismas leyes vitales que para el animal. Rechazar esto es efecto de la separación medieval-escolástica, negada en cambio por la modernidad, entre cuerpo y alma... A mí nunca me ha parecido plausible que el animal sea algo tan bajo que no pueda autorizarse una comparación con el hombre... Solamente captando las grandes leyes de lo viviente animal será posible crear una cultura..." (pg. 12) Y mas adelante agrega como para que no haya dudas: "Para el logro de nuestras metas racistas el único camino válido es el darwinista consistente en la selección y el descarte de individuos de una misma especie (tal como acontece en el mundo animal en donde se descartan y sacrifican a los animales de mal pedigrí)." (pg. 17).
Al respecto las críticas de Evola son sumamente precisas. 1° Rechaza en G. la pretensión moderna de querer reducir al hombre a su mera especie biológica y señala cómo es en función de ello que él no acepta el dualismo en la medida que lo considera en todos los casos como una fuga respecto de sus responsabilidades mundanas, las relativas al propio cuerpo y especie. Nos señala al respecto que el rechazo por el dualismo, tal como pretende G., conlleva también el rechazo por el concepto de inmortalidad en función de cuyo logro el hombre supera todo tipo de condicionamiento, aun aquel que lo asocia a la propia especie o estirpe para alcanzar una dimensión superior a la de la mera vida. La meta suprema del hombre verdadero, entendido como persona y no como colectividad tal como es el modelo de G., no es la mera pertenencia a una raza o a una patria -lo cual no representa para aquel en modo alguno un fin, sino apenas un medio- sino alcanzar la eternidad, que es una dimensión no colectiva, ni individual, sino de carácter personal.
Lo que el moderno ignora es justamente tal dimensión superior y todo lo reduce a la dicotomía entre individuo y colectividad confundiendo alternativamente estas dos cosas con el concepto de persona. De allí la estéril polémica entre liberales individualistas y colectivistas marxistas o nacional socialistas que tienden ambos a negar lo esencial en el hombre que es la dimensión de la trascendencia. Esto, a pesar de todo el ropaje místico que se le quiera dar al propio discurso, en especial en el seno del nacional socialismo, no es ni mas ni menos que materialismo: para el mismo el destino del hombre se reduce a la propia estirpe, aun otorgándosele a ésta un carácter sagrado, del mismo modo en que para el marxismo se lo reduce a la sociedad económica, siendo también esto una forma más de inmanentismo, en tanto que también aquí no existe ninguna otra realidad que la trascienda. Al respecto Evola nos recuerda que, del mismo modo que cuando nuestro autor al analizarlo a Platón soslaya su dualismo metafísico, así también soslaya el hecho de que el mundo indoeuropeo, al cual pretende constantemente remitirse, pero de manera parcial y capciosa, hablaba de dos vías o formas posibles de superación de la muerte por parte del hombre, la del deva-yâna (vía de los dioses) y la del pitri-yâna (vía de los padres). Es decir en un primer caso una vía por la que se alcanzaba la inmortalidad en tanto se superaban todos los condicionamientos y el alma humana salía de la cadena de la generación vermicular y repetitiva propia de las diferentes especies y estirpes existentes, esto es de la mera vida biológica tan cara a G., y la otra que era en cambio una forma de mera supervivencia o de "inmortalidad inmanente" representada por la perpetuación de uno mismo en la propia estirpe o nación, a través de la disolución de la singularidad en tales entes colectivos. Esta última, que es la que reconoce excluyentemente G., no es propiamente una inmortalidad, pues se halla siempre determinada por la posibilidad de ser afectada por los avatares del tiempo de maneras diferentes, se trate de un cataclismo o un accidente, o una guerra de exterminio, etc. Las estirpes y las naciones no son eternas, pues nunca salen de la dimensión temporal.
Negar el dualismo es pues negar propiamente la inmortalidad por parte del hombre, y esto es una vez más inmanentismo. De allí que la negación del cristianismo efectuada por G. sea rechazada sin más por Evola. Es verdad que el cristianismo ha tenido ciertas limitaciones en tanto ha reducido lo sagrado a la mera revelación, negando así el esoterismo y la intuición metafísica, así como el verdadero ascetismo, democratizando la esfera espiritual y dando cabida a su vez en ciertos casos a un dualismo distorsionado por el que lo espiritual queda negado de hecho al ser subordinado a una forma exterior que confluye en el servilismo, pero sin embargo, en la medida que ha reconocido, aunque sea verbalmente, la existencia de una dimensión trascendente, representa siempre algo superior al simple inmanentismo y posee valores más rescatables que los que son simplemente modernos como los sustentados por G. en su permanente intención por divinizar lo que es simplemente humano. Y en especial el cristianismo, a través de la forma del catolicismo, fue quien cumplió tal función de vigía de los principios trascendentes en la Edad Media, (edad que, como vemos, es rechazada por tal escuela), al ser el encargado de sustentar los valores tradicionales luego del ocaso de la Antigüedad y del Imperio Romano.
Por lo dicho es que se comprende el rechazo hacia el ascetismo expresado por G., que, tal como hemos visto, no solamente lo es en relación al cristianismo, sino a todas las demás formas religiosas. Por supuesto que, insistimos, no todo dualismo es siempre rescatable, no siendo necesariamente el mismo una credencial que otorga una autenticidad de carácter tradicional, de la misma manera que no lo es toda forma de ascetismo, el que muchas veces puede ser comprendido a la manera nietzscheana como una fuga respecto de sí mismo en tanto el yo no ha superado su dimensión psicológica. A su vez, es cierto también que el mundo puede expresar teofanías, tal como manifiestan los inmanentistas, pero no por sí mismo y en su inmediatez, como sostiene G. en su visión panteísta (2), que es la consecuencia obvia de su monismo, sino en tanto que en el sujeto se ha librado el combate esencial de carácter metafísico entre el Yo superior y espiritual y el yo inferior y psicológico vinculado a lo estrictamente mundano. El resultado victorioso de tal lucha es lo que representa una auténtica teofanía, en tanto significa la irrupción de lo metafísico en lo físico como un acto victorioso de lo trascendente en el seno de la inmanencia y no una mera sacralización de la misma como en el caso aludido. Sin el combate ascético, negado una y otra vez por G., todo tipo de espiritualidad es de corte panteísta, lo que no representa otra cosa que un materialismo divinizado, consistente en la sacralización de lo físico, del aquí y el ahora, tal como hace Günther y tal como veremos, repiten otros seguidores modernos del mismo, en tanto que su herencia sigue aun viva lamentablemente.
Y finalmente, del mismo modo que no se acepta el dualismo a nivel cosmológico y antropológico, como consecuencia de ello hallamos en G. también un rechazo hacia la primacía de lo metafísico sobre lo político, siendo ello acorde con tal postura monista. En tanto que, tal como dijéramos, el nazismo no ha sabido superar la dicotomía moderna existente entre individualismo y colectivismo, entre lo nacional y lo internacional; en la medida en que ha desconocido una vez más la dimensión de la trascendencia, niega consecuentemente también aquella realidad que está mas allá de lo meramente político y social, cual es el Imperio. El que lo personifica en la figura de quien es auténtico gobernante, esto es, en tanto representación de un principio trascendente en el seno de la inmanencia, es en realidad más que mero hombre, más que la sociedad política nacional y es por tal causa el verdadero reaseguro de la paz y de la existencia del orden social. El Estado es concebido así como una institución metafísica superior a lo meramente físico representado por el pueblo y la nación, a diferencia exacta de lo que formula el nazismo en sintonía con las restantes cosmovisiones modernas.
Puesto que en la escuela de Rosenberg y de G. no existe un lugar para tal idea de Imperio, comprendido como unidad superior y superpuesta a las meras naciones y pueblos, de la misma manera que a nivel cosmológico rechaza la existencia de un orden trascendente, de un supramundo de carácter metafísico, en el sentido estricto del término, tal actitud es también coherente cuando se dirige a la investigación del propio pasado histórico efectuada bajo el imperativo de aprehender el espíritu de la propia raza. Se rechaza aquí en la selección efectuada a figuras imperiales como Carlo Magno, al que se le atribuye el de haber sido un agente romano, y se reivindica en cambio a Wilkund, aquel sajón que se resistió a la universalidad cristiana y, aun adentrándose en la propia historia, tal discriminación negativa alcanza a distintas dinastías imperiales como los Hohenstauffen y los Habsburgo a las que se acusa también de servidumbre romana, que para tal corriente es además sinónimo de judaísmo. Es decir, en tanto se niega el valor universal y metafísico presente en lo político, se rechaza de la propia historia a la herencia gibelina, justamente una de las más gloriosas creaciones germánicas, para adherir en cambio al más crudo galicanismo (curiosamente una creación francesa y moderna) que no significa otra cosa que una inversión de los términos. Del mismo modo que se ha divinizado a la materia a nivel cosmológico con el panteísmo, aquí se termina espiritualizando lo temporal y secularizando la religión, tratándose así de sacralizar un poder político puramente inmanente, intentándose instrumentar a la institución religiosa en función de mezquinos intereses de parte. De la misma manera que el cuerpo es lo que explica lo espiritual, aquí también es lo político lo que comprende lo religioso, tal como acontece en el caso de la apologética de las Iglesias nacionales, verdaderos títeres de un Estado totalmente desconsagradado que pretende usar en su provecho el halo místico de la institución espiritual

2 comentarios

Prometeos -

El caso de Julius Evola es paradigmático de un racismo espiritual,no simpatizaba con Hitler(de hecho llegó a confesar en una entrevista a Miguel Serrano,que Hitler era un "fanático antijudío"(aunque cómo todo lo que dice Miguel Serrano debe ser tratado con sumo cuidado dado el personaje que es.Por otra parte Ghio sabe muchísimo de Julius Evola,y ha estado aquí en nuestro país aunque recuerdo también una polémica que mantuvo con Ramón Bau en el Foro Disidencias.
Saludos cordiales.
Alejandro Martínez

Venator -

Coincido con el punto de vista de Evola, que es también el mismo de Parker Yockey, en lo que se refiere a la definición de raza en términos espirituales. Lo contrario es caer en el materialismo biológico y en el positivismo racionalista decimonónico.

Salud.